La huella cultural del gobierno en Buenos Aires

La huella cultural del gobierno en Buenos Aires

Reflexiones sobre el impacto de las políticas de la Ciudad, bajo una misma orientación desde el 2007.





El despliegue de una única fuerza política gobernando la Ciudad de Buenos Aires desde el 2007, con Mauricio Macri al frente, ha irrumpido de manera categórica en la manera en que los porteños perciben y viven su ciudad. “La falta de alternancia política”, algo que se remonta a la primera gobernación de Macri, ha creado un panorama donde, a pesar del cambio de personajes dentro del mismo grupo político, la impronta cultural y las políticas de la ciudad han permanecido invariables. Este hecho ha sido últimamente sacado a colación con la candidatura de un nuevo Macri, traído desde la provincia para continuar el legado, en aparente desafío a la constitución que exige dos años de residencia en la ciudad.



Sin embargo, la continuidad de este mandato no se ha limitado sólo a un miembro de la misma familia presentándose como candidato. Ha llevado a una serie de cambios profundos en diversas áreas de la vida urbana. Desde el concepto de espacio público hasta nuevos modos de participación ciudadana, así como alteraciones en la educación y la salud públicas, las políticas de la ciudad han dejado una marca indeleble en los habitantes. Un claro ejemplo de esto es la instrumentalización del espacio urbano que prioriza la rentabilidad sobre su valor comunitario. “Si no se utiliza para algo rentable es un espacio desperdiciado”, se escucha una resonancia clara en cada concesión de terrenos, construcción de inmuebles en espacios verdes, o incluso en los planes para la reserva ecológica. La visión de que cualquier terreno sin explotación económica es un desperdicio ha definido notablemente las decisiones gubernamentales.



En el ámbito de la participación ciudadana, se evidencian transformaciones significativas también. A diferencia de las formas anteriores de participación, donde la ciudadanía podía inflar su voz y colaborar dentro de contextos sociales diversos como clubes, parroquias o comités, la nueva estructura ha centralizado esta participación en estamentos del Estado como la llamada “particiación ciudadana”. Aquí, los residentes, ahora categorizados como “vecinos”, pueden elevar sus propuestas que el ejecutivo municipal decidirá si implementa o no. Este cambio tiene un efecto directo sobre quiénes pueden opinar y sobre qué aspectos de su entorno. “Podés opinar sobre tu vereda, pero sobre el barrio, la plaza, la calidad de la calle… eso ya no está en tus manos”, lo cual limita considerablemente la implicación y el poder ciudadano en la toma de decisiones colectivas importantes.



Esto nos lleva a otra crítica fundamental: el redibujo de la identidad del ciudadano porteño como un simple vecino, disminuyendo así su rol de sujeto de derechos participativos a solo un votante y residente interesado en su parcela. Esta percepción meramente local diluye una de las figuras más poderosas y trascendentes en una democracia moderna: la ciudadanía activa e involucrada en la política y el bienestar común. Este concepto redefine quién tiene los derechos de intervención y participación en la creación de la ciudad.



En la educación y salud públicas, se han acentuado ideologías preocupantes. La educación pública es percibida bajo la triste óptica de último recurso. “Uno cae en la educación pública, no es una elección”, refleja un desprecio que, además, se proyecta sobre sus trabajadores. Las desafortunadas declaraciones de figuras gubernamentales que describen a los maestros como “viejos” o “fracasados” son un eco preocupante y alejado de la realidad que viven cientos de docentes que operan en condiciones adversas para educar a las futuras generaciones. Simultáneamente, la salud pública enfrenta un desprecio y desfinanciamiento sistemático, con hospitales carentes de recursos y su personal subpagado y desvalorizado. Esto contrasta con la clara atención preferencial a la salud y educación privada, beneficiada y subsidiada.



No obstante, estas políticas no son sólo números y cifras o tópicos de discusión estériles. Tienen una implicancia mucho más profunda en la construcción de la ciudadanía y en la cohesión de la comunidad. La transformación de la ciudad de Buenos Aires viene acompañada de la reconfiguración de sus habitantes, quienes ahora se enfrentan a una cultura política que promueve una visión diferenciada del otro, uno amparado por “nosotros”, en contraposición a “los otros” que no son beneficiarios de estas políticas.



La persistente visión de exclusividad reforzada por las políticas de la Ciudad tiene reflejos claros en la vida diaria, moldeando no solo el espacio físico sino también las relaciones humanas y la percepción del entorno urbano. El concepto de solidaridad, tan crucial en la convivencia urbana, se ve erosionado cuando se impone una ideología de supervivencia individual y rentabilidad. La preocupación por convertir cada rincón de la ciudad en un espacio económicamente rentable implica una constante exclusión y refuerzo de desigualdades, que encuentra su expresión en el slogan que asegura que “la transformación no para”, pero que en realidad podría estar condenando a muchos a la exclusión y a la marginalización.



Este escenario nos deja reflexionando sobre si la ciudad realmente está construida para un grupo selecto, las “personas de bien”, y si así fuera, cómo sobrevivirán el resto de los habitantes. En una ciudad que se está moldeando para la ventaja de unos pocos y para atraer al turismo que viene con dólares frescos, cabe preguntarse: ¿dónde queda el espacio para la ciudadanía plural, diversa y solidaria? La respuesta, más allá de la política económica y urbana, reside en una necesaria revisión y resistencia de aquellos modelos que nos son impuestos. Es una llamada abierta a todos los vecinos, ahora más que nunca, a reflexionar y quizá a redescubrir el poder de una ciudadanía comprometida que no solo habita, sino que también posee y moldea su destino urbano.